DESAYUNO EN MALASAÑA


Tengo tu olor escondido en mi retina. Es como un olor azul, vigoroso pero tímido y algo asustado.

Tengo tu olor escondido en mi retina, y mira que iba con cuidado esta vez. Salí a la calle aquel día con escafandra, no fuera a cruzarme contigo. Bajo mi jersey llevaba un chaleco antibalas, ninguna protección era poca y, por si acaso, había arrancado las paredes de un refugio nuclear y me las hice implantar debajo de mi piel, sólo para estar seguro. Ahora sí que no había duda.

El primer paso lo di con sutileza y cautela. La sutileza la tomé prestada del sonido que hace una mota de polvo al caer sobre la cabeza de un alfiler. El típico alfiler cuya punta se hunde con agudeza sobre la diminuta almohadilla de un costurero que algún descuidado dejó abierto. Alguien habrá que diga que jamás ha sido capaz de escuchar este sonido. Pero yo sí, y estoy casi convencido de que tú también. Entonces no lo sabía, y nada me podía hacer sospechar que había algo que se me escapaba. Y yo que creía que con esa sutileza nunca te darías cuenta de que había puesto un pie en la calle.

Para la cautela opté por vigilar las calles de alrededor de mi casa con cámaras, las 24 horas del día, durante una semana. Me esforcé en conocer a todos los que pasaban por delante de mi puerta, el lugar donde vivían y las trayectorias que solían llevar. Hice, incluso, cálculos matemáticos muy precisos con las posibilidades de alteración en su recorrido. Y nada más poner un pie fuera, supe que a la primera que me encontraría sería a la señora Paula, regordeta y bamboleante, en zapatillas por supuesto, pero un poco más escorada hacia la derecha de lo que yo había calculado. Luego debía pasar Justo, con la prisa de siempre. Ningún peligro. Y ahora tenía exactamente tres minutos y veintitrés segundos para cruzar la calle antes de que pasase doña Matea. Dicen que toda cautela es poca y, sin embargo, yo creo que cualquier sutileza es la que siempre acaba siendo insuficiente en estos casos.

Me faltó sutileza.

Había engomado las calles, para no despertarte con el roce de las suelas de mis zapatos. Escondí microchips bajo el asfalto, para asegurarme de que esa mañana no pasabas, y así no podría suceder. Un grupo de Geos de excedencia vigilaban todas las esquinas de los edificios de las calles de la ciudad del mundo que iba a recorrer. Un sofisticado sistema de comunicación me avisaba de todos las anomalías que se produjeran en mis científicos cálculos matemáticos. Infalible. Micrófonos ocultos en las flores, sortilegios olvidados entre las rendijas de los adoquines que llevan a tu casa, contacté incluso con inteligencia extraterrestre para que rastreasen el universo en busca de cualquier vibración extraña que pudiera notarse en el espacio.
Y me decidí a salir a la calle. Desconfiado y muerto de miedo aunque con la seguridad de que no podía pasar.

Por eso pasó, claro.

En una noche en la que casi no se escuchaba nada.
Y ahora tengo tu olor, tu aroma que se esconde en mi retina y le da otro tono a lo que veo.
Y qué puedo hacer yo sino respirar.
Profundamente.

Sólo respirar.

Cada vez más.