Desamor, de repente una tarde


Fue justo antes de dejar de respirar.
Dejar de respirar en rojo.
Fue justo antes de dejar de respirar en Rojo cuando a ella se le fue el desamor. Qué sensación más jodida y a la vez inadvertida.
Era como tener mantequilla recorriendo tus venas, mantequilla como la de las tostadas aún calientes pero no lo suficiente. Una especie de líquido que por momentos se hacía espeso, amarillento para volverse otra vez líquido y así para siempre.
Parecía que para siempre, aunque ella no lo advirtiese.
Poco a poco la mantequilla, a veces sólida, había comenzado a extenderse por su cuerpo y conformaba ya una fina capa que se extendía por todos sus órganos, desde su cerebro hasta las uñas de los pies, el corazón que dejó de latir con normalidad, el tacto, que ya no funcionaba bien, los ojos, que percibían a través de ese amarillo líquido que no era líquido.
Pero ella no se daba cuenta.
Y sentía como una quemazón, como si en el fondo estuviera en otro lado y casi pudiera verse desde fuera. Era una quemazón así, todavía caliente pero no lo suficiente.
Aunque quemaba por dentro.
Y fue justo eso, el día que dejó de respirar en rojo, cuando se dio cuenta de que lo había pasado.

Era por la tarde, probablemente entre las siete y las ocho.

Y ya no quemaba. Y volvió el tacto y el gusto y la vista.

Y ella se detuvo, de repente, en medio de un inmenso vacío pasillo del metro, decorado con el blanco apisonador de la luz del subterráneo.
Se detuvo y pensó si en el fondo había merecido la pena tanto esfuerzo para eso. Para que una tarde, cuando uno menos se lo esperaba, dejaba de doler.

Se preguntó si acaso era posible morir por amor.

Ella.