A LO HECHO... PECHOS


Cualquiera podría haber imaginado el nacimiento de la bibliotecaria: la comadrona, la madre dando a luz, y de repente nace el bebé. Llora. Y la madre pregunta: “¿Es niño o niña?”. Y la comadrona responde: “Es bibliotecaria”.

En efecto, la señora Hortensia era una bibliotecaria de definición de diccionario: pelo blanco, gafas por la mitad de la nariz y sujetadas al cuello por un cordel. Podría habérsele concedido el premio Nobel del orden y quizá el oscar a la mejor silenciadora principal, y es que esta era uno de sus pequeños placeres.


Manejaba la biblioteca igual que un reloj de cuerda sabe que después de un segundo viene el siguiente.

"Un, dos, tres.

Libros ordenados,

Fichas en su sitio,

Silencio,

Un, dos, tres”

“Silencio…” Y de ahí le nacía ese pequeño pero continuo placer de ser lo que quería ser. De ser bibliotecaria. “Silencio…”


Experimentaba un gozo extraño, una sensación casi cálida, cada vez que alguna voz sobresalía en la sala. Entonces, llevaba triunfal su dedo índice a sus labios, y giraba su cabeza hacia las mesas de lectura mientras exhalaba un sonoro "shhhhhhh" con efectos demoledores sobre la persona a quien estaba dirigido.

Y todos le miraban reprobando:
"shhhhhhhhh".

La primera vez fue en casa. Estaba adormecida en un sofá, con luz tenue, deberían ser alrededor de las once de la noche.

Y escuchó un murmullo.

Se llevó el dedo índice a los labios mientras se daba cuenta de que no estaba en la biblioteca.

Se despertó súbitamente.

Y lo volvió a oír.

Era real.

Decidió no darle importancia. Y no volvió a suceder.

Hasta algunos días después. En la biblioteca, por tarde, casi a punto de marcharse. Escuchó algo, lo que parecía ser una conversación.

Click, el momento del placer.

Y ya se iba a girar hacia su presa cuando, como un martillazo en la cabeza, recordó que la sala se encontraba vacía y que, de hecho, hacía unos quince minutos que la había cerrado con llave.

Golpe.

Porque ella escuchaba voces.

Golpe.

Porque alguien estaba hablando.

Y golpe, al fin, cuando empezó a darse cuenta de que, probablemente su cabeza estaba acabando de funcionar.

Aquella noche lloró. Ella era una mujer fuerte, viva, pero aquel día lloró, después de muchos años sin hacerlo.

Y se murió de miedo.

Sola, en su casa, a su edad.

Se murió de miedo.

Sola.

A la mañana siguiente fue al médico. Durante el trayecto del metro volvió a escuchar la conversación. Miró a su alrededor. Pero nadie parecía oír nada.

Pruebas, pruebas médicas de todo tipo.

Aquella tarde hubo un murmullo desconcertante en la biblioteca. Las conversaciones en voz baja se multiplicaron y el dedo índice justiciero de la bibliotecaria se mantuvo enfundado, escondido entre los demás dedos, como una protuberancia cualquiera, lo más lejos posible de sus labios.

La única forma que se le ocurrió de evitar escuchar aquella conversación. Esconderla entre las demás.

Y pasaron meses. Y las pruebas médicas dieron como resultado una perfecta y cuidada salud para su edad.

Pero, nuestra bibliotecaria, se moría de miedo cada vez que se quedaba sola y escuchaba esas voces, como interferencias en una conversación telefónica.

Hasta que una tarde, frente al espejo del baño, lo volvió a oír. Y entendió la conversación.

Las voces discutían sobre sujetadores. “Nononó, yo prefiero el blanco, que aprieta menos”. “Pues a mi me libera más el marrón”.

Imposible, pensó.

Pero era cierto. Sus pechos hablaban.

Ahora se explicaba por qué cuando, en la primera visita al médico, éste le dijo: “Digatreintaitrés” y de repente escucho las voces decir “trentaitrés, trentaitrés”.

Pasaron varias semanas y el miedo se transformó en desconcierto. A su edad no era serio, no era ni siquiera decente. Era incapaz de afrontarlo: Sus pechos le hablaban, sus tetas mantenían conversaciones, sus melones opinaban, sus peras decían “trentaitrés”. Era incapaz de pensar en otra cosa.

Pero llegó ese día que, casi siempre, acaba por llegar.

El día.

Y decidió perder la vergüenza, ir al médico, decirle lo que le pasaba y que le diesen una baja por depresión, por locura, por ansiedad, por que sus tetas le hablaban… Por lo que fuera.

Se levantó. Tranquila. Se preparó un desayuno. Por primera vez en meses volvió a tomar café. Ya estaba bien.

Conectó la radio y se sentó delante de su ordenador a mirar el periódico por Internet.

Y entonces aquella canción:

“Tú me pones a cien

Pero mis pechos dicen

Ya está bieeeeeeeeeen”.

Había oído la canción miles, millones de veces, pero nunca había reparado en el significado.

Y seguía:

“Mis pechos,

Mis pechos,

Mis pechos dicen

Ya esta bieeeeeeen”

Y lo escribió en el buscador de Internet.

“Mis pechos dicen ya está bien”

Y sólo le aparecía la letra de la canción.

Y luego volvió a teclear:

“Mispechosdicenyaestabien”

Y la respuesta fue una única entrada. Una dirección.

Una dirección.

Pinchó en el link y entró en una página web en blanco, nada excepto una dirección.

La anotó en un papel en blanco. Se vistió y salió corriendo.

Media hora después, paseaba por los alrededores de la calle. Y estuvo así un buen rato, de arriba abajo, sin atreverse a entrar en la calle. Hasta que al fin, respiró hondo y sin pensarlo más entró. Avanzó unos metros y se colocó delante de una puerta. Era una especie de pub, abierto. A esas horas, a las 10 de la mañana.

Miró hacia uno y otro lado, agarró la pesada puerta metálica y se dejó perder por dentro del local.

Blablablablablá…

Blablablablablá…

Blablablablablá…

Lo primero que percibió al entrar fueron las conversaciones.

Blablablablabla…

Lo siguiente fue la cantidad de gente que había, en ese bar.

Blablablablabla…

Y lo último fue ver que todo el mundo permanecía callado. Nadie hablaba, al menos nadie movía los labios.

Entonces los miró. Atónita.

El camarero debió comprenderla, porque se le acercó con una sonrisa y le puso la mano en un hombro mientras desde su codo una voz le dijo: “Bienvenida, siéntete en casa” “Quieres un café”.

Fue como si, después de muchos años, alguien la diese un abrazo cálido y largo.

Y uno de sus pechos dijo: “Sí, por favor” Mientras el otro añadía “Pero con sacarina”.

Y ya no se sintió sola.

Más.

COGOLLO


Vicenta murió la noche del doce al trece, entre un torrente de dolores.

**********

El señor Juan era uno de aquellos abuelos con boina y jersey verde de pico, debajo una camisa, pantalones oscuros excesivamente subidos.
Se cocinaba, hacía las tareas del hogar y tenía tiempo para hacer algún crucigrama y dar un paseo con algunos amigos. Hablar de fútbol, de política, bueno, las cosas que hace un jubilado mayor.

Todo el mundo sabía lo mucho que había querido a "su Vicenta", como él la llamaba. Lo mucho que la había cuidado en sus últimos años, mitigando los dolores de su terrible enfermedad con amor y cuidados.
Hasta que ella murió.

Vicenta murió la noche del doce al trece, entre un torrente de dolores.

Y a partir de entonces el señor Juan sonrió más. Comenzó a ser más feliz. Suspiraba con frecuencia y su gesto, al fin, se volvió apacible.

La gente, entonces, un poco malpensada, comenzó a murmurar que, en el fondo, el señor Juan tampoco quería tanto a "su Vicenta" y que, una vez muerta esta, ya se sabe:

"El muerto al hoyo..."

Pero un día lo oyó por la televisión. Jamás supo por qué. Pero alguien lo dijo, aquella hermosa y perturbadora palabra que sólo Vicenta decía:

COGOLLO.

Y una lágrima comenzó a deslizarse por su mejilla, casi sin rozarla. Y en su tránsito hacia el suelo, mientras acariciaba su piel, el roce provocó un sonido, era una nota de música, como de varios violines a la vez.

A esa lágrima le siguió otra.

COGOLLO

Y otra, y otra más.

Y una hermosa melodía comenzó a sonar, provocada por el roce con la piel de las lágrimas de alguien que nunca antes había llorado.

COGOLLO

Y las notas fueron brotando por sus mejillas hasta caer al suelo.

COGOLLO

Y salir después por la ventana.

Y así durante un buen rato.



Atardecía cuando el señor Juan se dio cuenta del extraño murmullo que se colaba por su ventana. Era como una especie de presencia multitudinaria pero silenciosa.

Respiró profundamente, consiguió desterrar la dichosa palabrita. Enjugó sus lágrimas y presa de la extrañeza, decidió asomarse a la ventana, para ver qué sucedía. Qué era aquel murmullo silencioso.

Bajo el asfixiado cielo de la ciudad, amoratado por falta de oxígeno, se encontraba el bloque en el que había vivido toda su vida. Ante el edificio, se congregaban cientos de personas con la mirada y su silencio atrapado y dirigido hacia una ventana, presas inmóviles de la belleza de aquella música, jamás antes escuchada.

La ventana era la del señor Juan.

El anciano se asomó.

La muchedumbre irrumpió en un tremendo y sonoro aplauso.

Aplauso (tremendo y sonoro)

El señor Juan se asustó primero y se escondió.

¿Acaso alguien sería capaz de entenderlo?

Aplauso (tremendo y sonoro)

Luego decidió volver a asomarse. Dejar que una timidísima sonrisa, apenas esbozada, enmarcase sus ojos. Y miró a la muchedumbre.

Aplauso (tremendo y sonoro)

Y luego de un rato todo volvió a la normalidad.


**********

Vicenta murió la noche del doce al trece, entre un torrente de dolores.

Un rayo de sol más grande de lo normal


Desde arriba,

Un rayo de sol, uno un poco más grande de lo normal, se dejó caer caprichoso sobre la ciudad.

Puede que igual nadie lo percibiese, pero él deseó que, al menos algún ser humano aquella mañana tuviese la suficiente sensibilidad como para ver eso,
Verlo a él,
Caer,
Un rayo de sol,
Un poco más grande de lo normal.

A veces sentía que sentía demasiado, pero aún así decidió dejarse caer. Y señalar justo un punto sobre la tierra, un punto, al lado de una ventana. Porque para eso estaban los rayos de sol, para iluminar, algo, un lugar, un momento.

Y siempre sucede. Después de una tormenta, de una lluvia cualquiera, entonces el primero es siempre un rayo de sol más grande de lo normal,
Apuntando a cualquier ventana.

Un rayo
Que desea que alguien,
Algún ser humano,
Tenga la suficiente sensibilidad como para
Ver eso,
Verlo,
Caer
...

... Desde arriba.