APRENDER
Esa misma tarde comenzó, así sin avisar.
Era un dolor de muelas y Rosa pensó que se las apañaría sola. ¿Para qué iba a tener que avisar a nadie? Con el paso de los días el dolor no creció aunque tampoco disminuyó. Incluso, la mujer se dio cuenta de que era un dolor bastante distinto a otros dolores de muelas que tenía, no era agudo, separecía más a un escalofrío que de vez en cuando le invadía desde el interior de su boca, aunque la sensación era, indudablemente, de dolor. Aún así no dijo nada. ¿Para qué?
Pasaron algunas semanas y ese dolor no desapareció. Parecía atacar a ráfagas, a veces incluso era como si remitiese, para luego volver y extenderse de nuevo. Incluso se le hinchó un poco un carrillo, pero muy poco, casi imperceptiblemente.
Pensó entonces en ir a un dentista, pero al no ser un dolor como de muelas como el habitual desechó la idea inmediatamente. ¿Qué dentista del mundo sabría algo sobre aquel dolor?
Lo extraño fue cuando ya llevaba más de dos meses. Entonces el dolor de muelas se extendió al tobillo. La sensación era muy extraña porque la muela, además de dolerle donde siempre suelen doler las muelas también le dolía en la extremidad derecha. Esto, obviamente confirmó su decisión de no comentarlo con nadie. A ninguna persona le gusta que le tomen por un bicho raro o por un loco. Por otro lado, volvió a sopesar la idea de ir a un médico, pero ¿a cual? ¿Al dentista? ¿Al traumatólogo? ¿Al podólogo tal vez?
El dolor de muelas en el tobillo le dejó una casi imperceptible cojera que, bueno, desde un punto de vista estético daba un poco igual porque casi ni se notaba. Era cierto que si a alguien le daba por mirarle el carrillo ligeramente inflamado y la sutil cojera enseguida notaría algo extraño, pero ¿quién va por el mundo fijándose en carrillos y cojeras? Prácticamente nadie. Tampoco era un problema muy grande.
Varios meses después el dolor de muelas también apareció en la cadera. ¡Qué contrariedad! Era exactamente igual al de la muela y el tobillo: una especie de escalofrío con sensación de dolor, todo muy ligero, que se extendía como a oleadas desde los centros donde se producía. Nada, no habría quién le pudiera ayudar. Y aunque la secuela esta vez fue tener que andar inclinada ligeramente a la derecha, bueno, tampoco se iba a notar tanto. Además, por suerte la cadera en la que le dolía la muela era la contraria al tobillo en el que también le dolía.
Con el paso de los meses el dolor le apareció en infinidad de sitios: un ojo, el codo, el pliegue de una oreja, detrás de una rodilla, un poco más abajo de un hombro, en la falange de dos dedos y en cuatro o cinco pestañas. Siempre con sus secuelas físicas, casi imperceptibles, casi inexistentes si las analizabas una a una. Y al fin y al cabo, no había nadie que fuera a dirigir su mirada desde una oreja hasta una pestaña y luego al codo, el tobillo, detrás de la rodilla y demás. En el fondo no pasaba nada.
Aquella tarde, Rosa caminaba por la Gran Vía cuando, de pronto, vio a lo lejos… ¿Era ella? ¡Sí era ella! ¡Andrea! ¡Mírala! Rápidamente corrió a saludarla. ¡Andrea! ¡Andrea!
Su amiga la vio acercarse caminando de lado, con la cara hinchada, cojeando de una pierna, rascándose un brazo… La miró por un segundo antes de abrazarla y su cara se enterneció. Rosa la estrechó entre sus brazos. Después de unos instantes ambas se separaron.
Rosa, preguntó Andrea, ¿qué te ha pasado?
Rosa permaneció en silencio un instante. Entonces miró a Andrea y le dijo, no sé chica, me duele una muela un poco.
Andrea estalló en una de esas sonrisas que iluminaban todo cuanto sucedía a su alrededor y le dijo, ¿por qué no vas a un dentista?. La mujer no supo qué contestarle.
Dos días después, el doctor Hertz, reputado odontólogo argentino extraía el molar de su paciente en una sencilla operación que duró la friolera de quince minutos.
Rosa puso un pie en la calle y entonces se dio cuenta de que no le dolía el tobillo. Comenzó a caminar y pudo cerciorarse de que ya no tenía que ladearse hacia la derecha, porque su cadera estaba en perfectas condiciones. ¡Igual que todo lo demás! Entonces se giró, pensando en que tenía que decírselo a alguien pero… En el fondo daría igual, daba igual, siempre era igual: por suerte no había nadie que se fijara en la gente, ni cuando estaba enferma ni cuando no lo estaba. Y continuó su camino, como siempre, a prisa, pensando.
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