COGOLLO


Vicenta murió la noche del doce al trece, entre un torrente de dolores.

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El señor Juan era uno de aquellos abuelos con boina y jersey verde de pico, debajo una camisa, pantalones oscuros excesivamente subidos.
Se cocinaba, hacía las tareas del hogar y tenía tiempo para hacer algún crucigrama y dar un paseo con algunos amigos. Hablar de fútbol, de política, bueno, las cosas que hace un jubilado mayor.

Todo el mundo sabía lo mucho que había querido a "su Vicenta", como él la llamaba. Lo mucho que la había cuidado en sus últimos años, mitigando los dolores de su terrible enfermedad con amor y cuidados.
Hasta que ella murió.

Vicenta murió la noche del doce al trece, entre un torrente de dolores.

Y a partir de entonces el señor Juan sonrió más. Comenzó a ser más feliz. Suspiraba con frecuencia y su gesto, al fin, se volvió apacible.

La gente, entonces, un poco malpensada, comenzó a murmurar que, en el fondo, el señor Juan tampoco quería tanto a "su Vicenta" y que, una vez muerta esta, ya se sabe:

"El muerto al hoyo..."

Pero un día lo oyó por la televisión. Jamás supo por qué. Pero alguien lo dijo, aquella hermosa y perturbadora palabra que sólo Vicenta decía:

COGOLLO.

Y una lágrima comenzó a deslizarse por su mejilla, casi sin rozarla. Y en su tránsito hacia el suelo, mientras acariciaba su piel, el roce provocó un sonido, era una nota de música, como de varios violines a la vez.

A esa lágrima le siguió otra.

COGOLLO

Y otra, y otra más.

Y una hermosa melodía comenzó a sonar, provocada por el roce con la piel de las lágrimas de alguien que nunca antes había llorado.

COGOLLO

Y las notas fueron brotando por sus mejillas hasta caer al suelo.

COGOLLO

Y salir después por la ventana.

Y así durante un buen rato.



Atardecía cuando el señor Juan se dio cuenta del extraño murmullo que se colaba por su ventana. Era como una especie de presencia multitudinaria pero silenciosa.

Respiró profundamente, consiguió desterrar la dichosa palabrita. Enjugó sus lágrimas y presa de la extrañeza, decidió asomarse a la ventana, para ver qué sucedía. Qué era aquel murmullo silencioso.

Bajo el asfixiado cielo de la ciudad, amoratado por falta de oxígeno, se encontraba el bloque en el que había vivido toda su vida. Ante el edificio, se congregaban cientos de personas con la mirada y su silencio atrapado y dirigido hacia una ventana, presas inmóviles de la belleza de aquella música, jamás antes escuchada.

La ventana era la del señor Juan.

El anciano se asomó.

La muchedumbre irrumpió en un tremendo y sonoro aplauso.

Aplauso (tremendo y sonoro)

El señor Juan se asustó primero y se escondió.

¿Acaso alguien sería capaz de entenderlo?

Aplauso (tremendo y sonoro)

Luego decidió volver a asomarse. Dejar que una timidísima sonrisa, apenas esbozada, enmarcase sus ojos. Y miró a la muchedumbre.

Aplauso (tremendo y sonoro)

Y luego de un rato todo volvió a la normalidad.


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Vicenta murió la noche del doce al trece, entre un torrente de dolores.

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