SOBERBIA
Hay un hombre que vive en mi tejado. Lleva un sombrero raído, gris y besucón, casi como si estuviera vivo. Debajo, su cabellera le cae sobre la cara y parecen matojos de plantas secas, amarillas y blancas que si los tocas se rompen en mil pedazos. Permanece estático este hombre. Sin apenas moverse dentro de su traje, también gris. Vigila desde arriba los movimientos de la gente, el machacón ir y venir de todos los que pululan bajo sus pies.
Irivenir-irivenir.
Hay algunos que juran que una vez le oyeron hablar, y decía que esperaba. Sólo esperaba.
Esperar.
Dicen que sólo esperaba a que alguien le mueva de allí algún día y mientras tanto, mira desde arriba y ve cómo la gente pasa. De allá hacia aquí y vuelta a empezar. Así una y mil veces, una y mil gentes.
Y esperar.
De vez en cuando alguna mota de polvo se le posa sobre un hombro, quizá sobre un codo. Entonces la mira con recelo y cierta curiosidad. Y luego mueve una mano, levemente, para evitar que la mota se asuste, y la sacude con un ademán afectado y leve, casi gris, que no manche su traje. Gris, he dicho que era gris, pero no triste.
El traje.
Seguro que a veces se acuerda del primer día que se subió a mi tejado y todo el mundo se agolpó ansioso pensando que se iba a tirar. Mírale. Algunos incluso reían. ¿De dónde ha salido?
Durante un tiempo hasta le llevaban comida, pero él no necesitaba comer. Sólo permanecer allí y esperar. Su pelo era negro, fuerte e inflexible y parecía querer salir a toda costa de ese sombrero, que tenía que agarrarse con virulencia a las sienes para no ser defenestrado.
Ni que decir tiene que la comida sirvió de improvisado festín de pájaros y bichos, que en los tejados todos tenemos bichos.
Entonces dejaron de llevarle comida.
Y es que él no la necesitaba.
Una mujer subió un día, a mi tejado, a ver a aquel hombre. Y le ofreció su cuerpo. Le besó en el cuello, le acarició con sus gloriosas y deseadas manos. Apoyó sus pechos sobre su espalda y le tentó su sexo, despacio, hacia arriba y hacia abajo.
Pero él no necesitaba de la tersura de sus dedos. Y la mujer acabó por marcharse.
Todos tenemos a alguien en el tejado que acaba por marcharse.
En otra ocasión un avión que provenía de alguna maldita guerra, siguiendo el curso de su naturaleza, hizo un quiebro estúpido y derramó a un paracaidista que cayó al lado del hombre.
Los dos sobre mi tejado.
El paracaidista se mantuvo expectante mientras pensó que su misión empezaba. Esperó y esperó a que llegase el enemigo pensando que aquel hombre podría ser su compañero. Pero al ver que no había enemigo también abandonó mi tejado. El hombre que permanecía allí inerte sabía de sobra que nadie vendría a hacerle el amor o la guerra a aquel soldado extraviado. Pero como no era su guerra, jamás le dijo nada.
Él sólo esperaba y esperaba.
Sigue esperando.
Espera y espera.
Con el tiempo la gente se ha ido acostumbrando a su presencia allí, encima de mi tejado. Y ya casi nadie lo mira.
Ya casi nadie lo ve.
Todos siguen con sus vidas, quizá conscientes de que existe. O quién sabe, igual ya lo han olvidado.
Dicen algunos, en las ya raras ocasiones en las que alguien habla de él, que por fin sabe que nadie vendrá a bajarle.
Otros añaden que cuando lo descubrió pensó que lo mejor que podría hacer es bajar él mismo. Saltando. Y ya estaría abajo. Es fácil.
Sin embargo también se dio cuenta que no necesita saltar para llegar abajo. Al fin y al cabo todo el mundo tiene a alguien en su tejado que algún día se da cuenta que no necesita saltar para llegar abajo.
Así que ahí sigue. Arriba. Sin saber por qué está allí.
Simplemente porque ya sólo sabe estar allí.
Arriba.
En mi tejado.
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1 comentario:
Muy bueno Antonio! Me alegra saber que has vuelto a escribir. Besos
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