CASTELGRANDOLFA O EL ARTE DE NO APRENDER



Castelgrandolfa se había vuelto a perder en un mundo de ilusiones y, cada vez que lo hacía le llevaba horas salir. 

La culpa, ella estaba convencida, era de su madre, bueno de su tía, porque entre las dos le sentenciaron con el nombre que llevaba.
Por un lado su madre, que la quiso poner Verana porque era la época que más le gustaba del año, pero su tía, que siempre había sido muy beata dijo que de eso nada, que Verana le sonaba a suecas en bikini en Benidorm y que por ahí no ella no pasaba.

Aquí es cuando Castelgrandolfa no estaba muy segura de por qué su madre había accedido a lo que decía su hermana, al fin y al cabo era sólo una tía de la niña, sin embargo, parece ser que la convenció. En ocasiones, Castelgrandolfa se dejaba llevar a un mundo en se que se llamaba Verana y todo el mundo le llamaba Vera.


Así todo hubiera sido distinto.


Ella estaría delgada y, probablemente, menos amargada. Habría ido a pasar julio y agosto a Cádiz, cada año con un novio distinto y verían el atardecer en los chiringuitos, con una cerveza en la mano. Luego harían el amor en la playa, al borde de las olas, de camino a casa y luego la habitación, en la cocina, en la cama, en el salón. En todos los lados.

Pues a mi Castelgrandolfa me suena a casquivana, no sé, me recuerda a golfa y me da miedo que nos salga putón.
Decía el padre. Pero nadie le hacía mucho caso.
Desapareció un par de semanas y nunca nadie le volvió a ver. Nadie en el mundo. Igual le mató la tía salirse con la suya con el nombre, pensaba, y le dijo a mi madre que si le ponía Verana le mataría a ella también. Y mi madre, no tuvo otra opción.


Castelgrandolfa es Verana pero tiene un aire papal que te asegura que la niña no salga ligera de cascos.
Solía decir la tía.
Pues a mi me habría gustado salir putón, pensaba a veces Castelgrandolfa, pero claro con ese nombre no he podido salir nada, lo único que hago es entrar. Y si al menos entrara putón… pero nada…

Muchos años después, su madre y su tía habían muerto, su padre seguía desaparecido y Castelgrandolfa se lamía las heridas sola en su casa.
Sabía que su vida no había sido como ella hubiera querido, que todo lo debía a su nombre. Si la hubieran llamado Verana ella se habría hecho llamar Vera y se habría ido a Cádiz. No quería pensar cómo hubieran sido sus veranos si la hubieran llamado Ava, Marilyn o Ana Belén. Pero a estas alturas, cuando se había dado cuenta de lo determinante que había sido su nombre en su vida, ya no iba a cambiarlo. Con su madre muerta y su tía, mirándola desde vete tú a saber donde, no había nada que ella pudiera haber hecho con su vida, sólo acatar su sentencia y vivirla lo mejor posible.

Sin embargo algo pasó aquella mañana. A veces suceden estas cosas, son como epifanías pero laicas. Señales que nos envía un mundo en decadencia y que nosotros somos capaces de decodificar.







Aquella mañana, Castelgrandolfa caminaba por la calle hacia el supermercado cuando de repente vió, en la acera de su calle, una llave de una puerta antigua. Una de esas enormes llaves de hierro del tamaño de un brazo.
No es que le molestase físicamente en su camino pero algo le hizo detenerse delante de la llave y pensó rodearla y seguir su camino hacia el super.
Se quedó mirando la llave por un momento y cuando ya iba a dar un paso a un lado se detuvo.

Siempre había dado un paso a un lado y rodeado las llaves que se había encontrado en su camino y si por una vez no lo hacía.
Sin pensarlo mucho más avanzó hacia delante, por encima de la llave, esperando notar algo especial. Esa fuerza que le iba a ayudar ahora, cuando ya tenía casi cincuenta años, a dar un nuevo rumbo a su vida. Este momento era determinante.

Cuando se quiso dar cuenta, Castelgrandolfa estaba al otro lado de la llave. La había pasado por encima y entonces su vida volvió a pasar ante sus ojos. Esa sensación de insatisfacción permanente, la idea de que estaba encerrada en un mundo delimitado por unas alambradas compuestas con su nombre.
De repente se volvió y, desde atrás miró de nuevo la enorme llave de hierro en el suelo, antigua. Ya en el camino que dejaba atrás.

Estaban allí todos los símbolos. Y la alambrada tenía una puerta que podría haber sido abierta con esa llave de oro que el universo había conspirado para dejar ahí.


Nah, pensó ella, y si pierdo todo este dolor, ¿qué me queda?

de repente 
dijo en voz alta:
Todo culpa del nombre. Si me hubieran llamado Verana…


Y continuó su camino al super.

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