Desamor, de repente una tarde
Fue justo antes de dejar de respirar.
Dejar de respirar en rojo.
Fue justo antes de dejar de respirar en Rojo cuando a ella se le fue el desamor. Qué sensación más jodida y a la vez inadvertida.
Era como tener mantequilla recorriendo tus venas, mantequilla como la de las tostadas aún calientes pero no lo suficiente. Una especie de líquido que por momentos se hacía espeso, amarillento para volverse otra vez líquido y así para siempre.
Parecía que para siempre, aunque ella no lo advirtiese.
Poco a poco la mantequilla, a veces sólida, había comenzado a extenderse por su cuerpo y conformaba ya una fina capa que se extendía por todos sus órganos, desde su cerebro hasta las uñas de los pies, el corazón que dejó de latir con normalidad, el tacto, que ya no funcionaba bien, los ojos, que percibían a través de ese amarillo líquido que no era líquido.
Pero ella no se daba cuenta.
Y sentía como una quemazón, como si en el fondo estuviera en otro lado y casi pudiera verse desde fuera. Era una quemazón así, todavía caliente pero no lo suficiente.
Aunque quemaba por dentro.
Y fue justo eso, el día que dejó de respirar en rojo, cuando se dio cuenta de que lo había pasado.
Era por la tarde, probablemente entre las siete y las ocho.
Y ya no quemaba. Y volvió el tacto y el gusto y la vista.
Y ella se detuvo, de repente, en medio de un inmenso vacío pasillo del metro, decorado con el blanco apisonador de la luz del subterráneo.
Se detuvo y pensó si en el fondo había merecido la pena tanto esfuerzo para eso. Para que una tarde, cuando uno menos se lo esperaba, dejaba de doler.
Se preguntó si acaso era posible morir por amor.
Ella.
Dormir sin amor
Me quemo los hierros, por dentro. Pero todo tiene fecha de caducidad. Hasta eso.
Contemplo cómo duerme mientras me levanto, desnudo, por territorio desconocido buscando agua, como si transitara por un desierto.
Vuelvo, desnudo sin conocer bien cuánto frío podrian darme estas paredes en el caso de que necesitase posar una mano sobre ellas. Continúo. Vuelvo desnudo por un territorio que no conozco y me siento como si estuviese caminando sigiloso por el campo de un estadio, repleto de gente, que contiene la respiración y de cuya presencia sólo puedo sentir vibraciones.
Observado.
Le miro desnudo, tendido sobre su cama y, súbitamente, me tiro a su lado.
Sonríe con un ojo entreabierto, me pasa una sábana por encima y me agarra desde atrás con un brazo. Con fuerza.
Me da besos en la espalda, y se explica por ello.
Yo me pregunto qué grado de correspondencia existe entre el frío que podrían darme aquellas paredes ajenas y la temperatura de aquellos besos, que siguen pareciendome ajenos. Aún después de que su lengua recorriese el interior de mis muslos.
Se me antoja que deberíamos celebrar cada hora que pasó desde el momento en el que estuvimos a punto de fundirnos, cuando mi lengua se deslizaba por el interior de tus labios a destiempo, mientras mis labios se movian descoordinados, adrede, para subrayar aquel éxtasis extraño, pero ajeno.
Definitivamente deberíamos celebrar cada hora transcurrida como si fuese un aniversario.
Me marcho, le digo. Y protesta levemente aunque sabe que no duermo. Y me dice que él tampoco dormiría. Me visto a su lado y mientras, me mira.
Se calza unos pantalones cortos y me acompaña a la puerta. Es irracional pero me hubiera gustado que no se los hubiera puesto. Recordarle desnudo, en la puerta.
Ni siquiera me detengo ante un espejo.
Llámame.
Te digo que te llamaré.
Y me marcho, ajeno. Y quiero llamarte, pero no sé bien cómo funciona.
Espero volver a verte, aunque no sé bien cómo funciona.
Y ajeno.
COMUNICADO OFICIAL DE LA ORGANIZACIÓN MUNDIAL DE CICATRICES (OMC)
"La vida de las cicatrices no es tan fácil como todos piensan. Jamás lo ha sido. Nosotras sabemos que, de vez en cuando, todo el mundo se dice aquello de, ¡Joder, fulano de tal vive como una cicatriz! Pero nuestra vida también tiene otro lado, del que no se habla, que nunca aparece en los medios de comunicación, donde toda referencia a las cicatrices suele ser vanal y frívola.
No es fácil estar siempre al quite, poder colocarse en un lugar y ser tan visible como lo podemos llegar a ser a veces. Tampoco es agradable comprobar como la mayoría de la gente nos degrada y nos denosta, intentando deshacerse de nosotras. No es fácil mantener unido lo que ha dejado de estarlo y, encima, se nos critica y se nos compara con gente con la que ideológicamente no tenemos nada que ver, como las marcas o, los aún más extremistas estigmas.
Por esto, desde
Sin nada más que añadir, nos gustaría simplemente emplazarles a que recordasen, la próxima vez que viesen una cicatriz, sea como sea, recuerden que nosotras también tenemos sentimientos y que desempeñamos un duro trabajo para poder estar ahí, al pie del cañón todos los días.
Firmado
Cicatriz en la frente de hostión con una puerta
Secretaria General de
Ginebra, invierno de 2008
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Shiuuuuuuuuu-shiuuuuuuuuuuuuuuuu
Fulgor
Shiuuuuuuuuu-Shiuuuuuuuuuuuuuuuu
Brillo
Shiuuuuuuuuu-shiuuuuuuuuuuuuuuuu
Destellos
Y, como suele suceder casi siempre, en contra de lo anunciado oficialmente, las pequeñísimas cicatrices de liposucciones, operaciones de pechos y estiramientos de pieles comenzaron a emitir señales, a interconectarse las unas con las otras.
Y aquella mañana, sin saber por qué, los dueños de dichas cicatrices, hombres y mujeres salieron a las calles de aquella ciudad, repleta de fajas ondeando al viento, con su vista fija en aquellos elementos, dispuestos a acabar con lo que consideraban una ignominia, un deshonor.
En lo que fue el principio inanunciado de una guerra absurda...
O quizá debiera decirse, a secas:
Una guerra
Con delicada cerradura
Allá en un país lejano... Bueno, lejano para nuestra época. El doctor Maitingen afirmaba insistentemente haber inventado una máquina que podía medir con exactitud lo que se amaban las personas: unas a otras y por separado. Una inmensa máquina recogía, por medio de unos electrodos, las vibraciones electromediopedas expulsadas al exterior por unas glándulas situadas en bla,bla,bla,bla...
Ya ves tú,
las vibraciones electromediopedas...
La unidad de medida era el Maitingen (mtg).
Sólo había un problema. Nadie sabía a qué equivalía el Maitingen, si a un kilo de amor, o quizá a diez litros de cariño. Puede que a cuatro metros de consuelo. O quizá a varios megatones de esa sensación, suave, cálida y glotona que se produce al acariciar una mejilla con otra.
En aquella época, el señor Juan y su esposa, la señora Vicenta vivían en Alemania. Allá se trasladaron para intentar prosperar, hacer unos ahorrillos y volver.
Y el señor Juan vió el anuncio del doctor Maitingen en el periódico, buscando personas, parejas o matrimonios en los que hacer la prueba con su máquina.
Y medir
En Maitingens.
El resultado fue espectacular, en la ficha marcaba lo siguiente:
Recíproco: 40 mtg
Esposo: 23 mtg
Esposa: 35 mtg
Espectacular.
Punto.
Emetegé.
Emetegé.
Emetegé.
Pensó el señor Juan, cuando tantos años después, una vez muerta su mujer, se encontró con aquella caja de colores.
Si ella le amaba doce emetegés más que él a ella, pensaba, no era normal que tuviese una caja de colores.
Con llave.
Pero así era.
Vicenta decidió un día arrancarse el corazón, sin importarle siquiera los emetegés pensó que lo mejor era vaciar ese espacio y dejarlo en una cajita, de colores, donde nadie pudiera alcanzarlo, bajo llave. Para que sólo ella fuese capaz de encontrarlo y utilizarlo cuando quisiese.
Porque era su corazón.
Y lo hacía.
Lo encontraba y lo utilizaba cuando quería. Cuando lo necesitaba.
A veces con el señor Juan.
A veces para ella misma.
Allá dentro, bajo llave, tarjetas y recuerdos fueron llevándose poco a poco el corazón de la señora Vicenta. En silencio. Hasta permanecer casi olvidados, como buenos secretos,
Solo rescatados
Solo rescatados de vez
Solo rescatados de vez en cuando
Solo rescatados de vez en cuando cuando tenían
Solo rescatados
de vez en cuando,
cuando tenían que
ser
rescatados.
El señor Juan tenía ahora el corazón de su esposa muerta,
bajo llave...
Bajo una pequeña llave
con una cerradura
casi minúscula
casi invisible
que hubiera cedido casi
solo con abrir y cerrar los ojos.
El señor Juan miraba
la caja
de vez en cuando...
Aquella tarde lo volvió a hacer
Miró la caja
Como de vez en cuando hacía...
Luego comenzó a llorar
Lagrima caer, resbalar por su mejilla
Contacto con su piel
Y una leve, suave melodía comenzaba a sonar
Y lloró y lloró durante minutos que pudieron haber sido horas.
Y finalmente, se levantó, y volvió a dejar la caja
En su lugar
Sin abrir
Sin pestañear
Casi sin respirar
Para no romper su delicada cerradura.
Desde fuera, a través de las ventanas, se oyó una tremenda ovación cuando el señor Juan dejó de llorar. Cuando el milagro de aquellas notas musicales dejó de resbalar por sus mejillas.
El señor Juan jamás se atrevió a abrir
la caja que contenía el corazón de aquella
persona
a quien más amó
veintitrésemetegés
Emetegé
Emetegé
Emetegé
Vicenta murió la noche del doce al trece, entre un torrente de dolores.
Su corazón estaba en una caja
de colores
...
FAJAKISTÁN
Gorda
Sintió una especie de pinchazo en su interior.
Gorda
Intentó no llorar... Y esta vez lo consiguió. Se miró al espejo, buscaba la imagen que una vez vio, joven, preciosa. Esa tez casi blanquecina, tersa, casi irreal, esos labios rojos, gruesos, ese cabello negro, firme, sublime.
Pero sólo se encontró a sí misma,
Gorda, despeinada, teñida, arrugada, desgastada, y ahora además, sola.
Muy sola.
Gor…
Y se encontró a sí misma.
Se encontró.
G…
Salió corriendo, como un exabrupto. Arrancó a correr como si hubiese dado un golpe seco y repentino:
¡Tac! Y a correr.
Dejó la puerta abierta... Ella... ¡¡¡Dejó la puerta abierta!!!
Dejólapuertabierta
y subió las escaleras de dos en dos hasta llegar a la azotea de su bloque.
Incapaz de ver nada a su alrededor. Cegada de libertad.
¡Aquel iba a ser su nuevo primer día, joder!
Unos cincuenta y cinco.
Años.
Y aquel iba a ser de nuevo su primer día.
Se quitó la bata y, poco a poco, comenzó a desabrocharse uno a uno los corchetes de su faja. Sí, su faja.
¡Hostia!
Se la quitó allí mismo. Juas! Buenísimo, se quitó la faja y la colgó de la antena.
Aquella enorme faja, fuera, y la colgó de la antena. Y ya no se pudo ver televisión con normalidad.
A la mierda con la televisión y la normalidad.
Pero nadie se atrevería jamás a quitar esa faja de aquel lugar...
Me pongo nervioso mientras lo cuento.
¡¡¡Nunca nadie quitó la faja!!!
Me estoy adelantando otra vez.
El caso es que ella, entonces, se relajó. Se sintió bien consigo misma, y pensó lo maravilloso que sería si todas las mujeres como ella hiciesen lo mismo.
Y se sentó en el suelo. Los pliegues de su ancho cuerpo hacían formas caprichosas al arrugarse.
(leve sonrisa)
Pero le daba igual.
Y entonces miró más allá por primera vez. Y lo vió.
¡¡¡Y se levantó de un respingo!!!
Sin aliento.
Sin aliento.
Dos bloques más allá, enhiesta, una antena servía de mástil para una faja.
Y en otro bloque, y en otro y en otro y otro y otro y otro y otro y otro y otro y otro y otro y otro y otro y otro y otro y otro y otro y otro y miró hasta donde alcanzaba su vista, y el cielo de su barrio se había llenado de fajas, ondeando al viento, enganchadas a las antenas de los televisores.
Sencillamente brutal.
Todo el barrio.
Trascentental,
Sería muy trascendental.
Pero tampoco quiero adelantarme.
Fue...
Fue!!!
VIAJE AL INTERIOR DE SUS MUSLOS
Mi lengua recorre el interior de sus muslos, me detengo un instante, jugueteando con ella,
sobre la piel, su piel,
el interior de su muslo.
Lengua.
Él exhala un leve gemido, casi impreciso,
Leve gemido
Luego con engullo su sexo, casi como si tratase de absorberlo, duro y caliente,
Como si tratase de absorberlo
Su sexo.
Fffffffffffffffffff.
No estoy seguro de lo que debería sentir,
Me refiero a la sensación física.
No estoy seguro
Su sexo.
Creo que él disfruta.
No estoy seguro.
Su sexo.
No debí haberle matado